Por Mario Casalla
Para Ricardo Gómez y Eugenio Pucciarelli que,
sin proponérselo, me enseñaron este oficio.
Suele sucederme que ciertos temas próximos –en el conocimiento o en el afecto- no son precisamente aquellos sobre los cuáles he escrito demasiado. La cercanía no ha obrado en mí como acicate literario. Al contrario, los siento a veces demasiado íntimos, demasiado personales, como para exponerlos en público. La Educación es uno de ellos. Hace cuarenta años que soy docente y he escrito muy poco sobre educación, noble arte de enseñar que tiene como reverso insoslayable el de aprender .
Persisto en él desde el año 1964 cuando –como maestro de escuela primaria- inicié un diálogo a dos voces con la educación y la filosofía. Sin embargo la educación como oficio (cuasi artesanal, por cierto), pudo más en mí que como objeto de estudio o elucubración filosófica. Por eso no voy a romper esa tradición ahora y si debo referirme a la Educación, lo haré como experiencia humana antes que como teoría o sistema de ideas. Me siento más cómodo así.
Invertir el orden me pondría en esa situación embarazosa en que se encontraba Federico García Lorca (salvando las distancias claro!), cuando le preguntaban por la poesía. En su Poética (“De viva voz a Gerardo Diego”), se autocuestionaba: “Pero ¿qué voy a decir yo de la Poesía? ¿Qué voy a decir de esas nubes, de ese cielo?”. Para responderse de inmediato: “Mirar, mirar, mirarlas, y nada más”. Aclarando por si hiciera falta, “Comprenderás que un poeta no puede decir nada de la Poesía. Eso déjaselo a los críticos y profesores”.
Porque se trata precisamente de un oficio: “Aquí está; mira. Yo tengo el fuego en mis manos. Yo lo entiendo y trabajo con él perfectamente, pero no puedo hablar de él sin literatura. Yo comprendo todas las poéticas, podría hablar de ellas si no cambiara de opinión cada cinco minutos…Quemaré el Partenón por la noche, para empezar a levantarlo por la mañana y no terminarlo nunca”.
Y no por inconsciencia, imprudencia o pereza intelectual: “Al contrario (decía Federico), si es verdad que soy poeta por la gracia de Dios –o del demonio-, también lo es que lo soy por la gracia de la técnica y del esfuerzo, y de darme en cuenta en absoluto de lo que es un poema”.
Por eso quiero hablar ahora de mi experiencia con la educación; de un encuentro que a su manera, me cambió la vida.
I. El “lugar” (topos) de la Educación.
Permítaseme partir de una pequeña topología de la educación, del lugar donde ella sucede. No es esto una cuestión menor, es su primera encarnadura y lo sabe todo buen docente[1]. Ese locus comprende tanto la estructura física (un aula, un taller, una casa, en la calle bajo un árbol, etc) como aquello que en ese “recinto” tendrá lugar (la clase, la conferencia, la conversación, la lectura). Ambos constituyen el hecho educativo, su factum y de él conviene partir.
Me parece que la metáfora del teatro es la que mejor expresa en qué consiste –propiamente- una clase, un encuentro educativo. No es sin embargo la relación más usada, antes bien se la compara con el laboratorio, el taller, la empresa. Pero para mí una clase sucede como en un teatro. En ella es necesario –imprescindible- actuar, poner el cuerpo (y el alma), porque una clase es un “espectáculo” o no es nada!
Por eso lo que más conspira contra la educación es el aburrimiento, ese anodino suceder donde “nada” en el fondo pasa. No quiero decir con esto que la función del maestro sea entretener o divertirnos (en el sentido minúsculo y tan actual de ambos términos). No, para eso están la televisión y las denominadas “industrias del espectáculo”. No es en este sentido ramplón que aquí deploro el aburrimiento.
Lo que más bien intento es acercar la educación a la fiesta, a la jovialidad, a la alegría. Una clase bien encarada es realmente un divertimiento. Lo sabía muy bien Heidegger cuando comparaba el pensar con una fiesta y nos convocaba a la “fiesta del pensamiento”. Lo sabía también Nietzsche cuando contraponía la “ciencia jovial” con aquél insoportable espíritu de la pesadez; o cuando, después de proclamar la muerte de Dios, pedía por un “un Dios que supiera bailar”, precisamente para poder volver a creer y experimentar ese “regocijo” que trasuntaban –como educadores- Montaigne y Schopenhauer, por él admirados. Insisto, la más alta educación, es una fiesta en el sentido más pleno de esta palabra, de allí que cuando sucede -y no siempre ocurre- resulta un imperdible divertimiento. Cualquiera sea el papel que sea tenga en la obra.
Y como en todo teatro, la representación (educativa) se ejerce con la voz y se soporta con el cuerpo. Ambos son irremplazables y no hay escenografía que valga, si ellos no protagonizan lo esencial del espectáculo[2]. Este sucede esencialmente como un fenómeno de la voz; como modulación que –habitando un cuerpo- “dice” algo. Y bien sabemos que decir no es sin más sinónimo de hablar: se puede hablar mucho sin decir nada y se puede decir algo, a veces casi sin palabras. El hablar (educativo) es así una forma muy peculiar del decir: es aquélla forma (primera) del decir que al hablar muestra. El hablar educativo es el ejercicio de una voz que “muestra” y que –por eso mismo- enseña[3].
Y el argumento es aquello que se quiere enseñar (mostrar), formando parte -eso sí- de un libro nunca agotable del todo en cuya primera página se lee la palabra “mundo”. Todos los otros libros, no son sino variaciones de ese texto mayor que el maestro debe articular como nudo central de la narración[4].
Y esto de la narratividad es fundamental. La experiencia educativa es esencialmente narrativa, los docentes estamos siempre contando historias, desde la escuela primaria hasta la universidad. No hay enunciación ni pronunciamiento del mundo sin narratividad y es ésta la que posibilita engarzar todo saber efectivo en el libro mayor de la vida. Unica forma –por lo demás- de aprender o enseñar algo en serio, transformándolo así en experiencia vital.
Conseguido esto (que no siempre se logra, de allí lo imprevisible del arte de enseñar) es fundamental lo que yo denominaría el eclipse del maestro: ese retiro (callado y voluntario) de la escena principal, para que sea ahora la “cosa misma” (como diría Hegel), quien allí expuesta (enseñada), provoque en el discípulo (hasta ahora más espectador que protagonista) la respuesta y el inicio de su propia palabra. La cuál –dejando atrás la huella del maestro- continúa una narración que ya le pertenece. Singular dialéctica entonces, donde alguien toma la palabra para callarse y devolvérsela al otro, el cual –a su vez- encuentra allí la renovación de un protagonismo que ya tenía, como su posibilidad más íntima. Monólogo que habilita un diálogo, no ya con quien inicialmente hablaba sino con ese “otro” que –llegado ahora a la escena- entrecruza caminos, habilita saberes y resignifica al mundo.
Acaso el Canto XXX del Purgatorio (en La Divina Comedia de Dante), sea la mejor simbolización de esa (necesaria) despedida del maestro, cuando la sabiduría hace su ingreso y se revela (por sí misma) al discípulo. No es aquí el lugar para hacer una hermenéutica detallada de esta escena, pero permítaseme recordarla al menos en sus rasgos más esenciales.
El maestro (Virgilio) ha acompañado al discípulo (Dante) en el descenso al Infierno y su posterior elevación al Paraíso. Sin embargo, su tarea se detiene abruptamente (y por propia decisión) al final del Purgatorio, cuando ya asoma -desde la “foresta divina”- la figura y la voz de la adorada Beatriz. Esta –vestida con los colores y atributos de Minerva, la sabiduría- es quien atrae ahora la atención de Dante y lo cautiva por completo (“de antiguo amor sentí la gran potencia/ Tan pronto como hirió la vista mía/la alta virtud que ya me había herido/ cuando estaba en mi infancia todavía”). Es entonces cuando el discípulo -así conmocionado- gira la vista a la izquierda para hablar con su maestro (“cual niño que a su madre corre y clama/ si tiene miedo y hallase afligido” ) pero no lo encuentra. Virgilio había decidido su eclipse: su misión estaba cumplida y no era a él a quien le correspondía entrar al Paraíso y disfrutar allí con Beatriz, sino a su circunstancial discípulo. Es Dante quién había hecho el viaje hacia Beatriz (la sabiduría, Minerva, Palas Atenea, la hija preferida de Zeus), Virgilio sólo había sido su guía, su maestro (“por él he visitado el mundo entero/ y el mismo que ha esta altura me ha guiado/ vio mi rostro de lágrimas cubierto”) y sin embargo esta vez no consoló a su discípulo sino que –eclipsándose- lo dejó a solas con Beatriz. Era lo que correspondía: amor de maestro que sólo es puente a la sabiduría, peculiar eros que sabe muy bien lo que está en juego. Como ese Paraíso no era para él, el Canto termina advirtiendo: “El decreto de Dios fuera quebrado/si pasase el Leteo, y tal sustento/ gustase, sin su parte haber pagado/ de contrición de llanto y de lamento”. Virgilio no podía abusar de lo que no era suyo, ni tampoco ceder a la tentación de una falsa piedad con el discípulo: Dante había llegado (con su propio dolor) a las puertas de la Verdad y nadie podía (ni debía) transponerlas por él. El maestro tenía, a su vez, sus propios dolores y sus propios paraísos, infiernos y purgatorios y a ellos se atendrá[5].
En una de las lecciones de su curso Qué significa pensar, Heidegger nos otra magistral pista filosófica sobre la importancia de esa singular posición del maestro (presente y a la vez oportunamente ausente). Allí leemos que: “enseñar significa dejar aprender”, lo cual lo torna doblemente difícil. “Más aún –aclara Heidegger- el verdadero maestro no dejar aprender nada más que ‘el aprender’. Por eso también su obrar produce a menudo la impresión de que propiamente no se aprende nada de él, si por ‘aprender’ se entiende nada más que la obtención de conocimientos útiles”.
Por eso -después de colocar la relación educativa bajo la figura del viejo maestro de taller y sus eventuales aprendices- tomando por caso el del carpintero, destacará Heidegger lo difícil que es ser maestro, al decirnos: “El maestro posee respecto de los aprendices como único privilegio el que tiene que aprender todavía mucho más que ellos, a saber: el dejar-aprender”. De ahí que, “El maestro debe ser capaz de ser más dócil que los aprendices. El maestro está mucho menos seguro de lo que lleva entre manos que los aprendices”. Por lo cual, “donde la relación entre maestro y aprendices sea la verdadera, nunca entre en juego la autoridad del sabiondo ni la influencia autoritaria de quien cumple una misión”. Para concluir con una distinción fundamental: “De ahí que siga siendo algo sublime el llegar a ser maestro, cosa enteramente distinta de ser un docente afamado…”; situación que acaso explique “el que hoy en día, cuando todas las cosas se valorizan hacia abajo y desde abajo, por ejemplo, desde el punto de vista comercial, ya nadie quiera ser maestro”.[6]
De aquí también –decimos ahora nosotros- que la clase y lo que en ella sucede, no pueda ser reemplazada por ninguna pantalla de televisión. La televisión, la computadora, la videoconferencia y todo complemento técnico serán bienvenidos como auxiliares de la educación, sólo allí donde un maestro sepa darles acogida y valerse de ellos como lo que realmente son: instrumentos (para) y no fines en sí mismos. Igual que el formón o el martillo para el carpintero. No son ellos quiénes trabajan la madera, pero alivian el trabajo del carpintero y le permiten un diálogo más intenso y claro con aquélla.
Porque la educación es algo esencialmente personal, un cara a cara insustituible e irremplazable. Sólo el maestro y los discípulos saben –cuando se cierra la puerta de un aula- que están en el preludio de una posible “fiesta del pensamiento”. A veces ocurre y otras apenas se insinúa; porque no siempre nuestro “decir” es suficientemente convocante como para que Beatriz entre en escena, atrape al discípulo por las solapas y permita entonces que uno pueda discretamente salir de ella. Como todo amor auténtico, el de la sabiduría es también esquivo y exige renovación casi cotidiana.
II. El “eros” educativo, peculiar ejercicio del amor.
Es que junto a la didáctica y a la pedagogía, corre una peculiar erótica sin la cual el proceso educativo es irremisiblemente estéril. Habíamos utilizado la metáfora del teatro para caracterizarlo, digamos ahora que, para que la “representación” llegue a buen fin (es decir para que la “cosa misma” aparezca en escena y se ilumine) es necesaria cierta dosis de cierto tipo de amor. No de cualquier amor, ni de cualquier manera, sino de un amor muy especial: el “amor educativo”, como provisoriamente lo denominaremos (distinto y amenazado siempre por otros tipos de amor).
No tengo tampoco una teoría muy elaborada de él, pero lo he sentido. Posibilita la relación entre maestro y discípulo (más allá de la obligación escolar) y permite que una lección “bien sucedida” sea, a la vez, placentera para ambos. Por esto mismo es un amor muy difícil de sostener; un amor,“en camino a la sabiduría”, hacia esa Sophía tan esquiva como Beatriz. Un amor que camina -él también- por los intrincados caminos del deseo, expuesto por tanto a la complicación sexual, al encantamiento o a la manipulación. Pero se trata de riesgos a correr y a superar, ya que sin esta erótica tan especial el acto educativo se vuelve un trámite casi burocrático y superficial.
La figura de Sócrates resistiendo la invitación de Alcibíades para concretar ese amor en los cuerpos (lo cual cambiaba abruptamente el escenario) es un buen ejemplo del drama frecuente que amenaza la relación educativa. Pero también hará escuela el sabio rechazo de Sócrates, que le lleva a Alcibíades dolorosamente a decir: “es el único hombre en el mundo que puede hacer que me sienta avergonzado”. Y si este ejemplo no fuera suficiente, agréguese el fallido amor de Judas por su maestro, o la tormentosa relación entre Abelardo y Eloísa, o del propio Heidegger con Hanna Arendt.
Son todos esos casos en los que la erótica propiamente educativa (esa que ayuda y vivifica el proceso del conocimiento), resulta desplazada por otro tipo de amor que –al cambiar abruptamente de escenario- cambia también la obra que en él puede representarse. Es cierto que nace otra forma de amor y de relación entre maestro y discípulo, pero también lo es que la erótica educativa resulta casi inexorablemente, desplazada. Este nuevo tipo de amor (que puede muy bien conducir a otra forma de felicidad, como muchas veces ha sucedido), termina generalmente interfiriendo y desplazando la relación educativa. No pocos veces de manera tortuosa [7].
Por lo demás esa tensión erótica, propia del acto educativo, es frecuente fuente de rivalidades, celos y tensiones en las propias relaciones del magisterio. No pocas convivencias y proyectos se han frustrado a causa de malos entendidos que crecen y se complican. Por esto mismo es necesario que nos detengamos –aunque más no sea brevemente- en lo propio del eros educativo.
Si tuviese que apelar a ciertas matrices que nos ayuden a su comprensión teórica, mencionaría dos modelos que -al menos a mí- me resultaron útiles. Uno viene del psicoanálisis y son las consideraciones que en éste tienen lugar sobre el “amor de transferencia”; otra proviene de la filosofía y tiene que ver con esas largas consideraciones sobre la “amistad” que –desde Platón y Aristóteles- llegan hasta nuestros días. Me parece que la erótica educativa, puede pensarse bajo esas figuras de la transferencia y de la amistad. O al menos ahora lo ensayaremos nosotros.
a) Psicoanálisis y educación: el amor de transferencia.
Aclaremos desde el comienzo algo básico: la relación entre maestro y discípulo, no es la misma que la de paciente y analista. Difieren en estructura, modos y –sobretodo- en finalidad. Por tanto, si traemos aquí algunas consideraciones psicoanalíticas sobre la el tema de la transferencia, lo hacemos como ayuda hermenéutica (para mejor comprender la relación educativa, que es la que nos interesa ahora), antes que por traspolación ingenua o abuso analógico. Despejados estos posibles equívocos, veamos de qué se trata.
En términos generales podríamos decir que –en psicoanálisis- la “transferencia” (übertragung) es el proceso por el cual los deseos inconscientes del individuo se actualizan sobre determinados objetos, al establecerse cierto tipo de relación con ellos. Ello ocurre muy especialmente dentro de la relación psicoanalítica y hace al ejercicio de la cura. En general se la piensa como una repetición de prototipos infantiles que son vividos con notoria actualidad, a pesar del tiempo transcurrido.
Freud siempre consideró extraña y ambigua la aparición de la transferencia en el proceso psicoanalítico, pero también la juzgó inevitable, dada la peculiar relación humana que allí se establece. Remitirá en última instancia al “papel del analista” en la cura (a su lugar y función) y en los posteriores desarrollos del psicoanálisis –muy especialmente en la orientación lacaniana- resultará un punto fundamental, con muy ricos desarrollos.
En una primera etapa de la obra freudiana, la expresión es generalmente utilizada en plural (“transferencias”) y no se le asignaba un lugar preponderante en la cura. Más aún, tampoco se distinguía demasiado entre aquélla que se ejercía en la relación con el analista, de la provocada por otras personas. Y si esas transferencias desempeñaban un papel positivo en el tratamiento, lo era a condición de explicarlas y “destruirlas”. Así la presencia de ese peculiar “amor” empezó a hacerse evidente, pero deberemos esperar hasta el descubrimiento del complejo de Edipo (1910) para que comience su valoración y tematización: en 1912 Freud publicará su primer escrito sobre el tema, Sobre la dinámica de la transferencia. De allí en más las precisiones irán creciendo.
No es aquí tampoco el lugar para seguirlas pormenorizadamente, pero consignemos dos características esenciales de ese peculiar “amor de transferencia”, que a nosotros nos serán de utilidad para pensar también la relación educativa. En primer lugar, la transferencia permite la expresión de lo soterrado y olvidado (lo inconsciente), mediante una cierta forma de catarsis provocada a partir de la presencia del analista (de su relación con él). Esto le otorga al analista el lugar de un testigo privilegiado –para observar “en caliente”- procesos que de otra forma no saldrían a la luz. Por cierto que ese lugar está lejos de ser cómodo e idílico ya que aquello que se “transfiere”, va desde sentimientos de ternura hasta otros de importante hostilidad (en similitud con los componentes positivos y negativos del complejo de Edipo). De manera que, ese “amor de transferencia” que el analista provoca y soporta –y que a la larga alivia y colabora con la cura- implica por cierto una relación muy especial.
¿No es ésta acaso muy similar a la establecida entre maestro y discípulos (más allá de que estos tenga tengan o no conocimientos psicoanalíticos)?. Si como decía Heidegger enseñar quiere decir “dejar-aprender”, la figura del maestro como testigo y provocador de la catarsis, ¿no lo coloca muy cerca del “lugar del analista”?. Si enseñar no es entonces sólo suministrar conocimientos, sino permitir que el “alma recuerde lo que ya oscuramente sabía” (Platón dixit) y esta disposición elemental es la que el maestro debe “motivar” para que luego poder “enseñar” (en el sentido usual del término), ¿no vuelve a haber aquí un punto de toque esencial entre psicoanálisis y educación (¡aún cuando luego el psicoanálisis coloque al educar dentro de uno de los “imposibles”!). ¿No comparten acaso la memoria como piedra de toque de ambas procesos? La relación amor/odio que el analista provoca con su presencia e intervenciones, ¿no es muy similar al doloroso camino que maestro y discípulo deben recorrer en pos del conocimiento?. El oportuno eclipse del maestro cuando por fin adviene la “cosa misma” y es ella la que ahora toma la palabra, ¿no es muy similar al lugar del analista, en tanto acompañante y facilitador?; ¿no era acaso inicialmente el pedagogo aquel esclavo que acompañaba al joven hasta la puerta del colegio, pero sin entrar? [8]
Cuando Lacan propone la figura “del muerto” como metáfora del lugar del analista, ¿no resuena aquí también ese difícil corolario de salida de la escena principal, para que el otro protagonice su propio destino, para que otro amor (el de Beatriz, por caso) sea posible?. Cuando el decir usual llama a la maestra “segunda mamá”, considera al maestro varón como “otro padre” y a la escuela como un “segundo hogar”, ¿no intuye también –aún oscuramente_ aquello qué en realidad sucede en el Edipo y por qué la educación es también una forma del “cuidado” (cura)?. Otro tanto ocurre cuando se apuesta a la educación como clave en la formación de la persona y se la defiende (a veces) como un derecho humano fundamental.
Sugerido esto (y se trata sólo de eso, de sugerencias para seguir pensando) señalemos una segunda característica del amor de transferencia, que resuena también en la erótica educativa. Se trata de la importancia de la presencia del otro (del analista en aquél caso, del maestro en el nuestro) como habilitador de la palabra, rompiendo así el monólogo del yo y esa húmeda intimidad gástrica en la que se refugia.
En efecto, ya Freud había dado cuenta de las limitaciones del “autoanálisis” (selbstanalyse) después de haberlo practicado. Si bien éste –como actitud crítica y como modo de hacer frente a la “contratransferencia”- debe estar siempre presente en la posición del analista, tal autoanálisis no reemplaza a la necesidad de su propio análisis, ni del denominado análisis didáctico. Sin la presencia de ese otro, la cura no es posible. Sin el fenómeno de la transferencia , “ningún analista ira más allá de lo que le permitan sus propios complejos y resistencias internas”. Se trata de un amor, tan difícil como necesario. Y si es necesario “actualizar y manifestar las mociones amorosas, ocultas y olvidadas” –para poder superarlas- “no es posible dar muerte a algo, in absentia o in efigie”. La figura de ese otro es aquí imprescindible. Sin alteridad no hay mismidad, aun cuando “con el número dos nace la pena”[9],.
¿Y qué es un maestro, sino ese otro que –a veces y si puede- acompaña el nacimiento de un sí mismo? Singular espejo que más tarde inquietaría a Lacan y sobre el que Antonio Machado advirtiera antes y poéticamente: “Ese tu Narciso/ que ya no se ve en el espejo/ porque es el espejo mismo”. Narcisimo primario al que –luego de calificar como “vicio feo y ya viejo vicio”- exhorta a superar, también recurriendo a la metáfora del espejo: “Más busca en tu espejo al otro,/ al otro que va contigo”. Sólo que –saber que ese “otro” no es sólo el externo, sino también el que (desde siempre) nos acompañaba- no es por cierto un saber inicial, sino una dura y dolorosa conquista. De él no se parte, a él se llega y la educación es una propuesta de viaje, con todos los riesgos que implica abandonar los puertos y las costas, relativamente seguras. No necesariamente para olvidarlas, sino para descubrir su verdadero sentido: el “secreto” de los puertos no estaba en el cobijo que prometían, sino en los viajes que posibilitaban[10].
b) Filosofía y educación, el “amor de amistad”.
Tampoco es aquí el lugar para desarrollar en extensión el tema de la amistad en la Filosofía. Quien desee hacerlo con cierta profundidad, debería al menos retroceder hasta los libros Octavo y Noveno de la Ética Nicomaquea de Aristóteles, es decir veinticinco siglos atrás[11]. Pero no es esto lo que haremos ahora, dado el carácter esencialmente testimonial que hemos preferido para hablar aquí de educación.
No era Aristóteles sino Antoine de Saint–Exupéry , a quien tenía yo a mano aquella mañana de 1964, horas antes de enfrentar mi primera clase como maestro de escuela. Lo recuerdo bien – buscando compañía para iniciar el viaje- abrí distraídamente El Principito y resultó en el capitulo XXI.
¿Lo recuerdan? Es aquél en el cual el pequeño le pide al zorro que venga a jugar con él. La respuesta contundente de éste (“No puedo, no estoy domesticado”) y la consecuente propuesta de que se lo domestique , fue una estupenda lección práctica que aquélla mañana aprendí: la educación es algo que tiene que ver con la casa (domus), de allí que para poder jugar, es necesario ser de la casa, es decir estar domesticado ( ser un “ amigo de la casa”). Cuando el Principito sorprendido le pregunta “¿qué es domesticar?”, la serie de breves respuestas que Saint–Exupéry pone en boca del zorro, constituyeron entonces para mí un pequeño tratado (literario) de filosofía. una primera incitación a pensar ese amor de amistad que alimenta la educación.
La primera enseñanza del zorro al Principito es que domesticar significa “ crear lazos” y que esto implicaba, “tener necesidad el uno del otro” . O sea, ¡esa alteridad que mas tarde aprendería en la larga y rica serie fenomenológica que desde Brentano y Husserl llega a Levinas y Ricoeur!. En segundo lugar “crear lazos” implicaba “llenar la vida de sol”. El Sol, la imagen platónica para el Bien, que de allí en mas quedaría asociada a la Verdad, en una indisoluble comunidad de vida y conocimiento. En tercer lugar, tal tipo de “lazos” resultaban fundamentales para amarrar y conocer las cosas (ya que, “solo se conoce lo que se ama” ).
Finalmente y por eso mismo, domesticar era “ hacer amigos”; es decir abrir – por fin- ese patio grande para ir a jugar. Recreo que ya no se oponía a la clase, sino que –por el contrario- la rodeaba y la protegía. Unión amistosa de vida y conocimiento que transforma el aula en teatro y el acto educativo en un fiesta imperdible.
Muchos años mas tarde, un breve texto de Heidegger llevaría ese “amor de amistad” (propio de la erótica educativa), otra vez al centro de mi atención. Me refiero a su conferencia Hebel, el amigo de la casa, pronunciada en 1957 en honor del poeta alemán de la Ilustración Johann Peter Hebel ( 1760-1826). De la extensa obra de este poeta (muy leído en las escuelas primaria alemanas de la época) , Heidegger se detiene –perspicazmente- en el calendario para la región del Baden, publicado entre 1808 y 1811, precisamente bajo el titulo Der Hausfreund: “el amigo de la casa”. Se lo había encargado su amigo el ministro gran ducal de Karlsruhe y Heidegger repara en una carta donde Hebel le expresa al ministro encontrarse,“entusiasmado por la bella idea de hacer del calendario del amigo de la casa de la región renana, una reveladora presencia ( Erscheinung) que fuera bien recibida, que beneficiara y, de ser posible, fuera el mas excelente calendario de toda Alemania.Y hacerlo de manera tal que resultara triunfante en cualquier competencia” [12] .
La hermenéutica que Heidegger hace de los tres motivos del “entusiasmo” del poeta Hebel por escribir ese calendario, no tiene desperdicios en esto de querer pensar la educación.
Dirá en primer lugar: “El calendario debería llegar a ser una reveladora presencia (zu einer Erscheinung werden) . El debería siempre lucir ostensiblemente y alumbrar el cotidiano transcurrir de la vida de los hombres. El calendario no debe simplemente presentarse como cualquier otra publicación que desaparece tan pronto ha sido vista”[13] .
En segundo lugar, “la reveladora presencia del calendario debería ser ‘bien recibida’; debería ser libremente saludada pero no, como era usual entonces, impuesta a la gente por la autoridad” . Al contrario, “ La reveladora presencia del calendario debería ser ‘benéfica’; estar movida por el deseo de fomentar el bienestar y aliviar lo dolores del lector”.
Finalmente señala que, “el calendario, mas allá de los estrechos limites de la comarca, debe hablar del modo mas ‘excelente’ a toda Alemania.”
Para Heidegger, “sólo pudo escribir estas cartas el poeta que entendió cada vez con mayor claridad su propia esencia como ‘amigo de la casa’ y decididamente se hizo cargo de ella.” Lo cual le lleva a insistir con la pregunta: “¿quién es pues, el amigo de la casa? ¿ De qué modo es Hebel el amigo y de que casa lo es?. Las respuestas que dará todas ellas nos reenvían –otra vez- al tema de la casa y del habitar, reunidas ambas –para nosotros- en la amistad que enseña (educa).
Sobre ese habitar nos dirá Heidegger: “Si pensamos el verbo habitar con suficiente amplitud y esencialidad advertimos que él nombra el modo según el cual los hombres cumplen sobre la tierra y bajo el cielo, su peregrinaje, desde el nacimiento hasta la muerte”; tal peregrinaje es “el rasgo fundamental del habitar o sea de la residencia humana entre el cielo y la tierra, entre nacimiento y muerte, entre alegría y dolor, entre palabra y obra”.
De aquí también la metáfora del viaje que hemos utilizado antes. Maestros y discípulos son (somos) esencialmente peregrinos. Caminantes de un camino que no sólo se hace al andar (como lo quería Machado), sino que empezó antes de nosotros y se prolonga más allá de nosotros. Camino que sólo en algún tramo coincide con nuestras propias vidas y en cuya brevedad acaso aprendamos, el balbuceo, la pronunciación de algunos nombres. Y eso…. ¡si tenemos la suerte de coincidir con algún maestro al lado, que nos señale y nos invite en la dirección debida!
Uno que –prolongando el nacimiento- nos remita severa (y solícitamente) al mundo y sea –al mismo tiempo- capaz de eclipsarse a tiempo. En el tiempo justo del nosotros. Fugacidad esencial del amor que el inefable Vinicius, sintetizó (magistralmente, también él) en la figura del amor: “Que se consuma, puesto que es llama. Pero que sea infinito mientras dure”.
Posibilidad que cada día convocan –con distinta suerte- tanto la escuela como la vida. Se trata, simplemente, de estar atentos. De prestar aquélla “debida atención”; esa que la buena maestra de escuela reclamaba para poder empezar a pronunciar el mundo. Para que comience un espectáculo, siempre renovado.
[1] Y si no, mi buen amigo y compañero de oficio, el arquitecto Roberto Doberti, estaría allí para recordarnos la importancia decisiva del “habitar”.
[2] ¿Es necesario que recuerde la procedencia latina de este vocablo (spectaculum) y su filiación directa con el verbo spectare, mostrar, contemplar?.
[3] Permítaseme recordar que dicere (decir) en latín es primariamente mostrar y que , a partir de ello, se soportan todas las demás acepciones, ontológicamente pensadas claro.
[4] Paulo Freire –entre otros- lo ha señalado con singular acierto, al indicar que la tarea esencial de la educación es “pronunciar el mundo”; tarea en la cual la escuela prosigue y supera esa labor familiar donde el mundo es “enunciado” por primera vez. Así, esta enunciación y pronunciación del mundo, abren una instancia de reflexividad crítica en el sujeto, por la cual la educación deviene una efectiva “práctica de la libertad” y no mera domesticación o instrucción.
[5] Nótese además que Dante identifica lo que allí se inicia como “su vida nueva” (verso 115) y como “mi segunda edad” (verso 125, siempre dentro del Canto XXX del Purgatorio). Esa edad le pertenecía por completo y de ninguna manera podía ser vivida por otro. Por lo demás la figura de Heráclito reclamando a sus contemporáneos que “no es escuchándome a mí, sino al Logos…” como se accede a la verdadera sabiduría (fragmento 51); o la de Sócrates proclamando su “ignorancia” y asimilando su oficio con el de una obstetra, o el mismo Jesús reclamando el lugar de mensajero, antes que el de sabio, son todos ejemplos en una misma dirección: el eclipse del maestro ante la verdad y el de la docencia como acompañamiento.
[6] Leí estas páginas de 1951 quince años después, cuando recién empezaba a estudiar Filosofía. Hacía además un par de años que trabajaba -por las mañanas- como maestro de escuela primaria en una humilde escuela de barrio de Saavedra, en la ciudad de Buenos Aires. No se cuánto habré entendido del gran maestro de filosofía, lo que sí se es que –desde entonces- ese fue uno de los textos que me reveló el ‘secreto’ del magisterio. Todavía hoy vuelvo a él, cuando tengo alguna duda. Cf. Heidegger, M. Was heisst Denken?, citamos por la traducción al castellano de H. Kahnemann, Qué significa pensar, Nova, Buenos Aires, 1964, págs. 20 y 21.
[7] George Steiner ha dedicado una pequeña obra a estas derivas del amor educativo, Lecciones de los maestros, Tezontle, México, 2005. Por otra lado, la publicación de la Correspondencia H. Arendt- M. Heidegger, 1925-1975, Herder, Barcelona, 2000, muestra lo tortuosa que puede tornarse la relación educativa interferida por un tipo diferente de amor.
[8] ¿Cómo no recordar aquí también la figura de Sócrates y su oficio?. Cuando éste relaciona el método mayéutico con la profesión de su madre (la partera Fenareta, muy conocida en su tiempo) inicia esa larga tradición que unirán a la filosofía, el psicoanálisis y la educación, como formas de la catarsis, de la memoria y de la madurez personal.
[9] Antonio Machado –poeta y también educador- lo dice magistralmente: “El ojo que ves no es/ ojo porque tú lo veas,/ es ojo porque te ve”. Mirada que abre –a su vez- otro acceso a la verdad (alétheia, desolcultamiento) ya que: “En mi soledad/ he visto cosas muy claras,/ que no son verdad”. Cf. Proverbios y cantares, I y XVII.
[10] Otra vez una imagen poética, cruza el camino de lo que quiero conceptualmente “decir”. A ella me rindo. Al final de su poema Itaca (1911) Konstantino Kavafis –como dialogando con Ulises- le pide que si bien volver a la isla es su meta , “no apresures el viaje”, porque en realidad (ese “hermoso viaje) fue lo que Itaca le regaló: “Sin ella el camino no hubieras emprendido./ Más ninguna otra cosa puede darte…”; “Rico en saber y en vida, como has vuelto,/ comprendes ya qué significan las Itacas”.
[11] En el parágrafo 1155 a, podemos leer que la amistad “es una virtud [y que] …es lo más necesario para la vida”, puesto que “con amigos los hombres están más capacitados para pensar y actuar”. Por eso dice Aristóteles que a veces la amistad es una virtud superior a la propia Justicia, porque “cuando los hombres son amigos, ninguna necesidad hay de justicia”. Para terminar señalando que “no sólo es necesaria, sino también hermosa”.
[12] Cf. Heidegger, M. Hebel, der Hausfreund, G. Neske Verlag, Pfullingen, 1957. Citamos según la traducción de Karin von Vrangel y Arturo García Estrada, La experiencia del pensar, seguido de Hebel, el Amigo de la Casa, Ediciones del Copista, Córdoba, Argentina, 2000. Las citas corresponden a las páginas 60 a 64 de esa edición en castellano.
[13] Contraponía entonces Heidegger la permanencia del calendario a la fugacidad de la revista, la cual, “dispersa, disuelve, coloca lo esencial y lo inesencial sobre la misma uniforme superficie de chatura, de lo efímeramente atractivo y, sin embargo, ya pasado”. ¡Qué diría hoy de nuestras agendas, palm y periódicos virtuales! Ahora sí que el tradicional calendario ha quedado definitivamente atrás; aún cuando no sepamos muy bien cómo, por qué y para qué.
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